jueves, junio 08, 2006

El espectador

Los dioses antiguos sabían que si el creador fija su atención en el público se rebaja a simple espectador-receptor. La tentación les asustaba y les conmovía. Lo supo Sófocles y lo sé yo también. Pero para qué correr si aún me quedan dos minutos de historia.

Recuerdo que miraba a todos lados al sentarme, butacas rojas, severos uniformes, cortinajes, rostros indiferentes, luz irreal. En lugar de a mi desenfadado estreno en el festival de cine, creía haber acudido al gran casino de Montecarlo. Y en parte era cierto. Todo el mundo sabe con qué angustia se espera la aprobación de una mujer, de un padre, de un profesor, y sus carraspeos desesperan y sus gestos queman. Ahora la ruleta iba a girar mientras yo, ajeno, sin poder observar a mis jueces anónimos, me desangraba de impaciencia. Dicen algunos modernos (niu-eich e iconoplastas) que el miedo al ridículo supera al de la muerte. La sala se llenaba y sí, lo confieso, el miedo a fracasar me mordía las pantorrillas. Si después de los sudores empleados en las bobinas magníficas un caballero se reía cuando no debía lo estropearía todo. Las obsesiones nacen para perdernos a los genios y el cine es una de esas locuras frágiles. Por eso crispé las manos durante los títulos de crédito, tragué litros de saliva mientras sonaba la musiquilla que ya había aborrecido. Iba a compartir mi secreto enlatado y en mi debilidad soñé el éxito porque soy humano, un homo cinematograficus, la escoria de los pueblos.

El esfuerzo era sólo un atributo más del pasado, lo supe cuando se apagaron las luces. La trama avanzaba con la energía prevista hasta el apoteósico final feliz, tan estrictamente planeado por mí. Porque todas las películas terminan y eso es una buena noticia. ¿No es también la vida fugaz e innecesaria? ¿No abrimos los ojos y pasa todo en dos horas o en dos minutos? ¿Acaso no es mejor eso que la oscuridad? Les miré, bultos en la penumbra privilegiada. Mi arte y mi mérito eran también suyos. Ensayé mis muecas de modestia para recibir los atronadores aplausos.


Lo más alucinante, queridos chimpancés, no es que la peli fuera horrible, sino que el tipo ese, el director, se unió a los abucheos como un endemoniado.

7 comentarios:

Peibols dijo...

No hay ningún autor tan humilde que sea capaz de asimilar con tanta furia su propia derrota artística.

Y si lo hay es un auténtido genio.

HombreRevenido dijo...

Eso puede ser cierto, sólo en parte Peibols.
El autor crea. Después observa de reojo al público. Espera su reconocimiento, de alguna forma espera su recompensa (y lo hace como un espectador ansioso más).
Pero si uno intenta complacer demasiado al público... puede acabar teniendo más afinidad con el espectador que con su obra.

O quizás lo que pasó es que el público abucheaba al autor, y el autor abucheaba al público. ¿Cómo saberlo?

Porque autores (genios) que asuman sus derrotas hay pocos, es cierto. Creo que la vanidad es uno de nuestros cuatro talones de Aquiles.

Peibols dijo...

Cuales son los otros tres?

HombreRevenido dijo...

Supongo que la cerveza, la lujuria...
y para el último dudo entre el miedo, la ilusión, la impaciencia o la tele.

Los bípedos, aburridos, que se queden con sus 2 talones.

El resto, algún día seremos como un ciempiés.

Peibols dijo...

Interesante teoría...
aunque yo quitaría la lujuria... suele acabar ubicada más arriba de los talones.

La cerveza sí.
El miedo es derrotable por la ilusión.

La tele solo puede ser sustituida por una pantalla de ordenador...

Anónimo dijo...

yo quitaría lujuria y pondría orgullo

HombreRevenido dijo...

Quizás la ilusión sea derrotable por el miedo. Aunque depende de qué miedo y depende de qué ilusión sean.

Cada uno tiene sus debilidades. Así que a mí la lujuria no me la quitéis. Si acaso la reubicamos.

Laurel apunta "orgullo", que yo englobo generosamente en la vanidad. Como la energía atómica, produce mucha más energía, pero es devastadora si se descontrola.